Era Halloween, y como cada año, los amigos de Mariana la retaron a hacer algo escalofriante. Esta vez, el reto consistía en entrar a la “Casa de los Espíritus,” una mansión abandonada a las afueras del pueblo. Las historias sobre esa casa eran oscuras: decían que los antiguos dueños practicaban rituales prohibidos y que su hija desapareció misteriosamente una noche de Halloween hace cincuenta años. Nadie volvió a saber de ella.
Mariana aceptó el reto. Al llegar, notó que la puerta estaba entreabierta, como invitándola a entrar. El aire olía a humedad y algo más, un rastro tenue de algo dulce y rancio al mismo tiempo, como flores marchitas. Cada paso que daba hacía crujir el suelo, y los ecos parecían responderle, como si algo caminara a su lado en las sombras.
Al avanzar por el pasillo principal, Mariana vio un retrato antiguo de una niña, con una mirada vacía y triste. Al fijarse bien, sintió que los ojos de la niña en el cuadro la seguían, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Decidió avanzar y llegar al salón principal, donde se contaban las historias de los rituales. En el centro de la sala, aún había restos de lo que parecía un altar cubierto de polvo y telarañas.
De pronto, escuchó una risa suave, casi como un susurro, que provenía de un rincón oscuro. “¿Quién anda ahí?” preguntó con voz temblorosa. La risa se convirtió en llanto, un sollozo triste y lejano que le heló la sangre. Sin pensarlo, encendió su linterna y apuntó hacia el rincón. Allí, de pie, había una figura pequeña, una niña con un vestido blanco manchado y desgarrado. La niña levantó la mirada, y sus ojos eran pozos negros sin vida.
“¿Quieres jugar conmigo?” murmuró la niña, y dio un paso hacia Mariana. Horrorizada, Mariana retrocedió, pero tropezó y cayó al suelo. Intentó levantarse, pero la niña ya estaba frente a ella, con una sonrisa macabra en el rostro. “Ellos nunca me dejan ir”, dijo la niña, mientras su voz se distorsionaba en un eco espectral.
Con el último rastro de valentía, Mariana se levantó y corrió hacia la puerta, pero esta se cerró de golpe, dejando el sonido de un pesado cerrojo detrás. Desesperada, comenzó a golpear la puerta mientras gritaba por ayuda, pero nadie parecía escucharla. La risa y los susurros llenaban el aire, acercándose, rodeándola. Y entonces, sintió unas manos heladas en sus hombros, mientras una voz suave le susurraba al oído: “Ahora tú también eres parte de la casa.”
Al día siguiente, sus amigos la buscaron, pero no encontraron rastro alguno de Mariana, salvo el eco de susurros en los rincones de la casa, y en el retrato de la niña, que ahora parecía sonreír con una expresión siniestra.
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