Esta es la historia de un pintor llamado Marco, conocido en toda la ciudad por su increíble habilidad para capturar la esencia de las personas en sus retratos. Un día, recibió una invitación inusual: un hombre anciano y adinerado quería que Marco viajara hasta su mansión en las montañas para pintarle un retrato, un último retrato que reflejara su vida, sus secretos, y algo más… algo que no estaba del todo claro en aquella carta.
La mansión, un lugar antiguo y solitario, estaba escondida entre colinas, envuelta en una atmósfera densa y silenciosa. Cuando Marco llegó, lo recibió un mayordomo, quien lo condujo hacia el estudio donde lo esperaba el anciano. Don Ezequiel, como le llamaban, era un hombre de mirada penetrante, de esos que parecen saber más de lo que están dispuestos a contar. Mientras Marco lo observaba para empezar el retrato, sintió un extraño escalofrío, como si algo invisible le susurrara al oído que aquella tarea no sería sencilla.
Don Ezequiel permaneció sentado, inmóvil, mirándolo con ojos profundos, mientras el pincel de Marco se movía. Con cada trazo, Marco sentía que algo raro ocurría. Parecía que los ojos de Don Ezequiel en el retrato cobraban vida, brillando de una manera inquietante. Al terminar, Don Ezequiel miró su propio retrato con una sonrisa de satisfacción, como si viera algo que Marco no podía entender. Horas después, esa misma noche, el anciano murió… sin razón aparente.
El misterio se propagó rápidamente por la mansión. Nadie podía explicarse por qué Don Ezequiel, que hasta esa misma tarde parecía fuerte y enérgico, había fallecido. Sin embargo, al ver el asombroso retrato que Marco había hecho, la familia decidió pedirle que se quedara un tiempo para hacer más cuadros de otros miembros.
La segunda persona en posar fue la esposa del fallecido, doña Elena, una mujer pálida y de carácter melancólico. A medida que Marco trabajaba en su retrato, comenzó a notar algo extraño en su expresión. Era como si, con cada pincelada, ella perdiera parte de su vitalidad. Cuando finalmente terminó el cuadro, doña Elena se veía mucho más triste en la vida real que en el lienzo, como si el retrato hubiera capturado algo más que su imagen. Esa misma noche, doña Elena también falleció.
Ahora, los murmullos comenzaron a recorrer los pasillos de la mansión. Algunos susurraban que era el pintor, otros creían que era una maldición, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta. La familia, sin embargo, decidió continuar, quizá por respeto a la tradición, o porque todos querían dejar su imagen en el mismo estilo que el de Don Ezequiel y doña Elena.
La tercera persona en posar fue el sobrino, Andrés, un joven alegre y lleno de vida. A Marco le costaba mirarlo sin recordar las muertes anteriores, pero comenzó el retrato. Esta vez, sin embargo, notó algo extraño mientras pintaba. Sentía un dolor en el pecho, como si le costara respirar, y cada trazo le pesaba más. Cuando el retrato estuvo terminado, Andrés lo observó en silencio, y una sombra de tristeza pareció caer sobre él.
Esa noche, Andrés también murió.
Fue entonces cuando Marco entendió que algo oscuro estaba ocurriendo. La mansión parecía estar rodeada de un aura pesada, y el estudio donde trabajaba se sentía como una prisión. Comenzó a investigar, intentando hallar una explicación para aquellas muertes. Encontró antiguos libros en la biblioteca de la mansión, llenos de historias sobre magia oscura y rituales para atrapar almas. Descubrió que Don Ezequiel había estado obsesionado con la inmortalidad y que había creído que podía vivir a través de los retratos que dejaba.
Desesperado, Marco intentó irse de la mansión, pero el mayordomo se lo impidió. “No puede marcharse,” le dijo con una voz fría. “Don Ezequiel dejó instrucciones claras: usted debe terminar los retratos.” Marco comprendió que estaba atrapado, que la familia esperaba que completara los cuadros a toda costa.
Así fue como siguió pintando, pero esta vez con temor, sabiendo que cada cuadro significaba la muerte de alguien. Retrató a otros miembros de la familia, y cada uno, tarde o temprano, murió en extrañas circunstancias. La mansión comenzó a quedarse vacía, hasta que solo quedaban el mayordomo y él.
Marco, desesperado, pensó en destruir los retratos. Se adentró en el estudio en plena madrugada y comenzó a arrojarlos al suelo, rasgándolos y rompiéndolos. Sin embargo, con cada golpe que daba, sentía un peso insoportable en su cuerpo, como si algo lo estuviera sujetando, como si cada retrato fuera un pedazo de él mismo. Apenas lograba mantenerse en pie cuando el mayordomo apareció y le advirtió que no se atreviera a tocar los cuadros. “Si destruyes sus retratos,” le dijo, “Don Ezequiel jamás te dejará ir.”
Al final, el mayordomo le pidió a Marco que hiciera un último retrato: el suyo propio. Marco comprendió que era la única forma de liberarse, o al menos eso pensaba. Pero cuando comenzó a pintar, se dio cuenta de que el retrato le robaba su propia vitalidad, como si estuviera creando un reflejo vacío de sí mismo.
Día tras día, Marco trabajaba en su propio cuadro, sintiéndose cada vez más débil, como si su alma estuviera quedándose atrapada en el lienzo. Cuando finalmente terminó, se miró en el espejo y se dio cuenta de que su reflejo no se movía. Era él, pero no era él. Sus ojos no tenían vida; su rostro era una máscara sin emociones.
Esa noche, el último miembro de la mansión murió: el pintor, Marco.
La casa quedó en silencio. Los retratos colgaban en las paredes, cada uno con una expresión de horror sutil en sus rostros, como si todos supieran que estaban atrapados en un lugar del que jamás podrían salir.
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