Los Susurros de la Tierra
Todo comenzó con un eco extraño. No era un sonido fuerte ni aterrador, pero había algo en él que te hacía sentir que estabas siendo observado, incluso cuando sabías que no había nadie cerca.
David, un arqueólogo reconocido, llevaba años desenterrando secretos del pasado. Ese día, bajo el sol abrasador de un desierto olvidado, su pala golpeó algo duro. Con cuidado, apartó la arena y reveló una piedra negra, lisa como el cristal, cubierta con inscripciones que no reconocía. Al levantarla, sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Era como si la piedra estuviera viva.
Esa noche, de vuelta en su tienda, David no podía dejar de mirarla. La piedra parecía absorber la luz de la lámpara, como si se alimentara de ella. “Mañana la analizaré”, pensó mientras se recostaba en su cama improvisada. Cerró los ojos, pero no pasó mucho tiempo antes de que los susurros comenzaran.
Al principio, pensó que era el viento. Pero estos susurros eran distintos, casi íntimos, como si alguien estuviera hablando directamente en su oído.
“David… ¿te acuerdas de ella?”
Se incorporó de golpe, con el corazón martillándole en el pecho. Miró a su alrededor, pero estaba completamente solo. “Debe ser el cansancio”, se dijo. Pero cuando volvió a acostarse, los susurros regresaron.
“La dejaste sola, David. Ella confiaba en ti.”
Las palabras lo golpearon como una ráfaga de aire frío. Sabía exactamente de quién hablaban. Claudia. Su exnovia, la mujer que había amado, pero a quien había abandonado por su ambición de descubrir lo desconocido.
A la mañana siguiente, David intentó ignorar lo ocurrido. Empacó la piedra y regresó al laboratorio para analizarla. Sin embargo, los susurros no cesaron. Ahora eran más persistentes, más claros, y cada vez que estaba solo, lo confrontaban con verdades que había enterrado profundamente en su interior.
“¿Recuerdas lo que hiciste con los fondos del museo? Robaste, David. Lo hiciste porque creíste que nadie lo descubriría.”
David negó con la cabeza, hablando en voz alta como si pudiera callar los susurros. “¡No es verdad! Yo no robé, simplemente… desvié un poco para la expedición. ¡Era por una buena causa!”
Pero los susurros no lo dejaban. Cada secreto oscuro, cada error que había cometido en su vida, era traído de vuelta con detalles que solo él conocía. Era como si la piedra estuviera escarbando en lo más profundo de su alma, y lo peor era que no podía apartarse de ella.
Los días pasaron, y David comenzó a perder el control. Apenas comía, apenas dormía. En sus momentos más oscuros, los susurros le ofrecían algo más que verdades dolorosas.
“Podemos ayudarte, David. Podemos hacer que todo desaparezca. Solo tienes que confiar en nosotros.”
Desesperado, decidió probar algo. Esa noche, llevó la piedra a un campo alejado. Quería enterrarla, alejarse de su influencia. Pero cuando comenzó a cavar, los susurros cambiaron.
“¿Vas a abandonarnos como hiciste con ella? No lo harás. Porque sin nosotros… no eres nada.”
David gritó y lanzó la piedra lejos. Pero antes de que pudiera alejarse, sintió un dolor agudo en su cabeza, como si algo se estuviera rompiendo dentro de él. Cayó de rodillas y, al levantar la mirada, vio la piedra frente a él, intacta, como si nunca la hubiera lanzado.
Desde ese momento, los susurros no solo hablaban; le daban instrucciones. Le pedían que buscara cosas, que tomara riesgos, que se enfrentara a personas. Al principio, se resistió. Pero cada vez que lo hacía, los susurros aumentaban, llenando su mente de un dolor insoportable hasta que cedía.
Una noche, los susurros lo llevaron a una casa en las afueras de la ciudad. Era la casa de un hombre que lo había humillado públicamente años atrás, un colega que había puesto en duda su integridad.
“Él se lo merece, David. Solo un pequeño empujón. Hazlo.”
David intentó luchar contra ellos, pero su cuerpo no le respondía. Como un espectador de sus propios actos, vio sus manos levantar una piedra—no la misma, pero igual de pesada—y golpear la ventana del estudio del hombre. Luego entró, tomó lo que los susurros le indicaron, y desapareció en la oscuridad antes de que alguien pudiera verlo.
A la mañana siguiente, los titulares hablaban de un robo extraño. Nadie sospechaba de David, pero él sabía que había cruzado un límite.
Los susurros lo felicitaban.
“Ves, David, juntos somos invencibles. Imagina lo que podríamos lograr si dejaras de resistirte.”
Desesperado, llevó la piedra a un especialista en antigüedades. El hombre, al verla, palideció. “Esto no es una piedra común. Estas inscripciones… son un idioma antiguo, prohibido. Hablan de un pacto con fuerzas que no pertenecen a este mundo.”
Antes de que el especialista pudiera decir más, su cuerpo se desplomó. David quedó congelado mientras los susurros gritaban, triunfantes:
“Ahora lo entiendes. No puedes escapar de nosotros.”
David, consumido por la culpa y el miedo, decidió un último acto. Subió a una montaña con la piedra en sus manos. Su intención era arrojarla al abismo más profundo. Pero justo cuando estaba a punto de hacerlo, los susurros cambiaron.
“Si nos destruyes, todo lo que hemos hecho juntos se sabrá. No podrás vivir con lo que vendrá después.”
Por primera vez en días, David sintió un instante de silencio. La piedra brilló por un segundo, y luego todo se apagó.
Semanas después, su cuerpo fue encontrado en el fondo del acantilado, sin señales de la piedra. Nadie supo qué ocurrió exactamente. Pero, en el museo donde trabajaba, una nueva exhibición llamó la atención: una piedra negra, con inscripciones extrañas, expuesta en una vitrina.
Y, si te quedabas lo suficientemente cerca… podías escuchar un leve susurro llamándote por tu nombre.
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