La Última Casa en la Calle Willow - Mundo Paranormal
HISTORIAS

La Última Casa en la Calle Willow

Era la noche de Halloween, y la pequeña ciudad de Willowville estaba envuelta en una neblina tan espesa que casi parecía tangible. Los niños correteaban de puerta en puerta, riendo y gritando, pero todos evitaban la última casa en la calle Willow. Era una vieja mansión, cuyos vidrios estaban rotos y las paredes cubiertas de musgo, como si la casa en sí intentara fundirse con la oscuridad de la noche.

A sus diecisiete años, Lucas ya no era de esos chicos que pedían dulces. Sin embargo, esa noche había una chispa de curiosidad en sus ojos. Él y sus amigos habían oído rumores sobre la casa Willow: decían que, si entrabas allí en Halloween, podrías escuchar los gritos de los antiguos habitantes. Nadie sabía qué les había sucedido, pero la casa permanecía abandonada desde hacía años, y cualquier intento de renovarla terminaba en abandono.

“Vamos, no seas gallina,” le dijo su amigo Raúl, sonriendo mientras miraba la mansión. “Es Halloween, y es el momento perfecto para descubrir si esos rumores son ciertos.”

Lucas suspiró, resignado. No quería quedar como el cobarde del grupo, así que decidió acompañarlos. Con linternas en mano, los cuatro chicos avanzaron hacia la mansión. La puerta, sorprendentemente, estaba abierta, y crujió como si protestara ante su presencia.

La casa olía a humedad y polvo. Los pisos chirriaban bajo sus pies, y el eco de sus pasos llenaba la habitación como si alguien invisible caminara a su lado. Avanzaron en silencio, y entonces lo escucharon: un suave susurro que parecía venir del piso superior.

“¿Oyeron eso?” murmuró Carla, la única chica del grupo.

Sin responder, subieron lentamente por las escaleras, sus linternas iluminando la madera envejecida y los cuadros torcidos que adornaban las paredes. Al llegar al pasillo del segundo piso, vieron una puerta entreabierta al final. Y de ella… emanaba una tenue luz que parpadeaba, como si fuera una vela que estuviera a punto de apagarse.

“Tal vez deberíamos irnos,” susurró Daniel, el más escéptico. Sin embargo, cuando intentó moverse, sus pies parecieron no responderle, como si una fuerza invisible lo retuviera.

La luz de la vela empezó a titilar aún más rápido, proyectando sombras grotescas en las paredes. Con el corazón en la garganta, los chicos avanzaron y, cuando empujaron la puerta, vieron algo que los dejó helados: en el centro de la habitación había una mesa redonda, cubierta con un mantel empapado de lo que parecía ser sangre seca. Y alrededor de la mesa… figuras fantasmales de personas, sus rostros deformados por expresiones de terror eterno, giraron lentamente hacia ellos.

Uno de los espectros, con ojos vacíos y un rostro que alguna vez debió ser hermoso, extendió su mano hacia Lucas, como si intentara atraerlo hacia la mesa. “Ven…” susurró la figura en una voz que parecía rasgar la realidad misma. “Únete a nosotros… quédate… para siempre.”

Los chicos retrocedieron, pero el suelo debajo de ellos pareció transformarse en lodo, haciéndolos resbalar. En pánico, intentaron regresar por el pasillo, pero cuanto más corrían, más largo se hacía. La mansión parecía estar viva, como si quisiera retenerlos en su interior.

Finalmente, en un desesperado intento, Lucas se giró y gritó: “¡Déjennos salir!” Una risa aguda, como el chillido de un animal herido, resonó en todas direcciones, y las luces de sus linternas se apagaron de golpe.

Cuando lograron salir de la mansión, no estaban en el mismo Willowville que recordaban. El pueblo estaba desierto, y las casas parecían abandonadas desde hacía décadas. Una neblina espesa cubría las calles, y los postes de luz parpadeaban, lanzando destellos irregulares.

Confundidos y aterrados, corrieron de regreso, solo para ver que la mansión había desaparecido, dejando en su lugar un terreno baldío. Pero, justo antes de darse la vuelta, Lucas notó algo que hizo que el miedo lo paralizara: en una vieja placa en el suelo, apenas visible entre la maleza, podía leerse una inscripción desgastada.

“En memoria de Lucas, Carla, Raúl y Daniel. Desaparecieron sin dejar rastro el 31 de octubre de 1994.”

La inscripción final decía: “A veces, algunos nunca salen.”

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